Un día lluvioso
Mi romance con la lluvia.
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No me malinterpreten, no es que no me gusta el sol. Me encanta el sol. Me encanta salir de la casa y sentir su calor, su energía, y su vida. Los rayos de la mañana que me calientan la piel mientras hago estiramientos.
Cuando voy de caminata por el sendero del bosque que visito a menudo me encanta ver todos los contrastes de la naturaleza y sus habitantes bajo el sol; los venados, los mapaches, las aves, las ardillas, los insectos.
Nada como ver bajo el sol, las abejas con las patas llenas de polen, brincando de flor en flor trabajando para su reina. Las mariposas que volando me guían la mirada a descubrir un poco más allá de lo que hubiese descubierto si estas no estuvieran volando como las locas, buscando enamorarme con su aleteo y con sus colores.
¡Y ni les digo de las plantas! O sea, en los días soleados, salen a mostrarse las sombras de verde que se pierden en el monte, que se destacan con el bailar del viento, y que resaltan del marron de los troncos que suben a lo alto hasta casi rascar el infinito del cielo. Las flores que me llaman a admirarlas, llenas de color, con formas variadas, y con una vida que solo el sol les deja mostrar.
No hay nada mejor que mirar desde una buena sombra debajo de un arbol, sentado en el suelo, o sobre pedazo de tronco, o en una buena silla - cómo el sol alumbra el día.
Nada como mirar desde mi ventana las acciones del mundo a mi alrededor, iluminadas por esa luz que nos da vida. Las flores y los frutos de mis plantas. La sombra de la mata de parcha del pasillo de mi jardín, donde me siento a escribir, a pensar, a respirar, a fantasear; y la cual no podría disfrutar si no hay un buen sol.
Todo muy lindo y brillante, lleno de colores, y de calor. Un calor rico que dan ganas de salir a regocijarse junto con todo lo demás que pasa bajo el sol. ¡Es hermoso!
Sin embargo, no existe nada como un día lluvioso. Un día de esos en los que se rompe el cielo, el día se oscurece, y las lágrimas de las nubes caen sobre lo que hay acá abajo. Un día de esos, en los que llueve a cántaros, tanto y tanto, de esos que crean una sensación profunda de nostalgia, de melancolía, o de romanticismo.
De esos días en los que la naturaleza, el cemento, los carros, el sol y hasta las mismas nubes se pierden tras una cortina que opaca al ruido, al color, a la luz, y a las imágenes en la distancia. De esos en los que los letreros brillantes en la avenida se reducen solo a un color borroso que esconde el nombre de los negocios. Uno de esos en los que mientras más intentas mirar a la lejanía, más oscuro se pone.
Le tengo un romance profundo a los días lluviosos. Conducir por el campo o por la costa bajo la lluvia es uno de los placeres más grandes que he podido vivir; con una música lo-fi, que hace que reduzca la velocidad y aprecie lo que se puede ver de cerca ya que no puedo ver lejos.
Nada como un día lluvioso. No señor, ni señora. Nada como una buena lluvia para decelerar y escuchar el ruido del agua abofetear el piso, percusionar en las ventanas, mojar los sueños, acariciar las hojas, aguar la angustia, y lavar (o despertar) las penas. Un día de esos de mojarse hasta empapar los sentidos y que el agua limpie el aire y purifique la respiración.
Nada como uno de esos días lluviosos que dan ganas de dormir, o de tomar un buen caldo de pollo y chocolate caliente, o de calentarse con la pareja (o con las manos) bajo las sábanas mientras se escucha el aguacero opacar los gemidos y motivar más a sentirse mojado.
Yo por mi parte les digo que no importa cuánto sol haga, cuantas flores me saluden y cuantas nubes muestren sus figuras en el cielo. No importan los detalles que la luz revela, ni las cabezas color rojo vibrante de los pájaros carpinteros que brincan de árbol en árbol, picoteando la madera para conseguir comida o cavar su casa, siempre vivo soñando con un día lluvioso.
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